Hacía años, bastante años, me gustaba mucho dibujar. El tiempo, como con todas las cosas, me obligó o me permitó moverme por otros estadios, otros movimientos. Pasé de pintura a lectura, y más tarde probé lo que quería decir escribir, para finalmente caer rendida ante la música y todo lo que gira a su al rededor. Clásico es decir que soy una persona muy acostumbrada al cambio. De la misma forma que a veces me centraba por completo en una sola materia, no fueron pocos los momentos a lo más pura miscelánea. Pero el dibujo quedó relegado a un segundo plano, hasta que llegué a no echarlo de menos. Desapareció.
Ayer, recordé qué se sentía al coger un bolígrafo normal y corriente y transmitir la imagen de lo que deseaba, sin modelos. Una réplica exacta de lo que tenía en mente. No precisaba de palabras y sonidos. Ni caligrama ni pentagrama. Sólo papel. Y nada más, no quería nada más. Me sentí libre, viví la misma energía y necesidad de sentir que cuando escribo o enciendo el reproductor.
Y supongo que aquí está. A falta de originalidad, o de explicar cómo he sido una maldita egoísta (de nuevo, así lo marca la moda) estos últimos días... Supongo que os enseñaré aquello de lo que estoy tan orgullosa. No por la calidad del dibujo, ni los colores, ni si el trazo es más grueso o las mejillas son encantadoras.... Sino porque me permite volver a un tiempo en el que la más pura inocencia no era una opción.
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