Jaque mate

Lo más triste de las despedidas es que da igual cuánto queramos retrasarlas, es el final no escrito de la vida. Y más vale aceptarlo, más vale hacerse a la idea desde el principio de la novela. Lo más triste de las despedidas es cuando decides llevar tú la iniciativa, cuando te das cuenta de que la nostalgia sólo pesa mientras la cargues sobre tu espalda.
Porque lo efímero es vivir de ilusiones, la ilusión de que esa cosa se va a volver a producir. Que no hay nada que te deje con ganas para siempre, y que solo te quede el recuerdo.

Fin. Mayo de 2012.

Capítulo 2: Marina

/ 13 de noviembre de 2011 /
"El silbido del expreso de Madrid me rescató de mis bucólicas meditaciones. El tren irrumpía en la estación a pleno galope. Enfiló hacia su vía y el gemido de los frenos inundó el espacio. Lentamente, con la parsimonia propia del tonelaje, el tren se detuvo. Los primeros pasajeros comenzaron a descender, siluetas sin nombre. Recorrí con la mirada el andén mientras el corazón me latía a toda prisa. Docenas de rostros desconocidos desfilaron frente a mí. De repente vacilé, por si me había equivocado de día, de tren, de estación, de ciudad o planeta. Y entonces escuché una voz a mis espaldas, inconfundible."

Cerró el libro de un golpe. "... Por si me había equivocado de día, de tren, de estación...". Andrea suspiró y tragó saliva, con pesar, como si aquel gesto escondiera muchas más cosas de las que en realidad decía.
Marina. Había intentado leerlo cientos de veces, pero no conseguía pasar de las primeras treinta y dos páginas y media. Me sorprende cuando la gente habla de él con tanto fervor, con tanto cariño. Seamos francos, no lo encuentro nada sorprendente. Quizás me llama la atención la dulce y melancólica perspectiva de la Plaza Sarrià y ese velo mágico que lo cubre, pero nada más. La novela toca varios temas que son o muy comunes o poco comunes. Por ejemplo, la clásica pero trágica historia de amor entre Óscar y Marina, la amistad, el abandono. Me llena de un agridulce sabor a despedida.
Andrea, sin embargo, aunque tampoco veía nada especial en él, siempre volvía a acogerlo entre sus manos. Nunca la entendí. Ella misma lo encontraba indiferente y tampoco consiguió acabarlo, pero lo más importante, no quería hacerlo. Seguía en su estantería, entre "Un mundo feliz" de Huxley y un Delibes que no recuerdo muy bien cuál era, a pesar de que podían transcurrir meses y meses pasando desapercibido, semioculto en aquella maraña de títulos y autores. Pero entonces lo veía. Primero, un gesto fugaz. Luego, miradas furtivas mientras estudiaba, dibujaba o escuchaba A Day in the Life. Más tarde, la total inquietud. La reacción se desenvolvía en un período de cuatro días: una especie de acecho, de miedo, intranquilidad. ¿Sabes? Como si temiera acercarse.
Yo lo sé, sé que ese libro tiene algo, que significa algo para ella, pero, ¿qué es? ¿Su contenido, su significado, su autor, la fecha, el lugar...? ¿Qué secretos podía guardar el libro más ignorado de su biblioteca personal?



- "Prométeme que, si me pasara cualquier cosa, acabarás tú la historia." "La acabarás tú -repliqué yo- y además me la tendrás que dedicar." - susurró de pronto, ocultándose tras los mechones castaños claros. Un largo silencio llenó la habitación -. No sé qué le ve.
- ¿Quién? - pregunté.
- Marina.
- Melodrama adolescente comercial.- concluí con sagacidad entre calada y calada -. Y no has respondido a mi pregunta.
- Es un sujeto omitido. Elíptico. No lo incluyo porque no importa.- cortó, dirigiéndome una mirada de sigilo. Inmediatamente, se levantó de un salto y se paró frente a mí. No podía dejar de observar aquellos ojos oscuros y expresivos.- Si fumas - añadió -, ya sabes dónde está la terraza - y salió de la habitación, con su andar suave y rápido, hacia la cocina o quién sabe si la salita de estar.
No pude evitar reírme. Sujeto elíptico, joder. Una gran nube de humo. Tenía que habérmelo esperado. 
Suspiré. ¿Alguna vez te has quedado mirando a una persona, sin más? Como intentando grabar todos sus gestos en la memoria, observando cada minúsculo detalle, embobado. Ah. Lo sé. Lo sé muy bien. A mí me sucede con... con ella.  Cómo se agita el pelo, cómo sonríe a medias, apretando la boca y bajando la mirada. Cómo se pinta las uñas y se ríe por lo más banal del mundo. Todos esas pequeñas idiosincrasias que la hacen ser única y totalmente ella. Y sin embargo, la miras, una, otra, y otra vez, y es como si descubrieras cada una de esas veces algo nuevo, y es sorprendente, no te cansas nunca. Cuando crees conocerla, te mira, y te das cuenta de que nunca puedes saber del todo en qué piensa. En ocasiones es otra chiquilla más, loca, atrevida, sólo con ganas de pasárselo bien, indiferente al resto y su al rededor; pero de repente te sorprende con ése diálogo adulto y profundo, sensible pero serena... como de quien ha recibido una lección, o va a darla. Y piensas si está fingiendo, si miente. Sí, miente, se oculta tras un muro de apariencias... No, no son apariencias. Son superficialidades. Se oculta tras ellas, pasa miedo. La pregunta es, ¿cuándo miente y cuándo dice la verdad?
Tiré la colilla en el cenicero y salí a la terraza un rato. Madrid lucía con especial encanto aquella noche, o eso me parecía. Calles desiertas, jardines con cipreses fúnebres, perros hambrientos y vagabundos, señoritas lugareñas que pasean su incurable tristeza romántica por los andenes de las estaciones; viejos, muy viejos, con un pie en el sepulcro; viejecitas arrugadas que sólo piensan en la muerte y suspiran desde el amanecer hasta la noche: Señores; negras siluetas de husmeantes y habitantes de la noche, noctámbulos sedientos de alguna copa en un bar de muerte, buscando el amor en cualquier esquina o cualquier apartamento, cigarro en mano y unos pocos euros en el bolsillo. La larga pincelada negra del Retiro, a lo lejos. Río entre dientes. Lejos de ser la Madrid cosmopolita a la que acostumbro, esto parece más un retrato costumbrista de la capital en los años de posguerra. 
Se escuchó un sonido metálico y tres golpes enérgicos. Andrea apareció escopeteada en la puerta de la terraza, con los ojos muy abiertos.
- Rápido - me empujaba hacia el cuarto de invitados -, es Sergio, joder, date prisa.
- Oh, no creo que le importara - bromeé - vernos a los dos juntos, ¿no?
- Déjate de bromas.
Me paré a pocos centímetros de ella y le cogí de las muñecas, mientras forcejeaba pataleando y agitando la cabeza.
- Me encanta cuando te enfadas - le dije, con una sonrisa.
Me propinó una patada en el estómago.
- Que te jodan.
Cerró de un portazo y se apareció en el recibidor, arreglándose todavía un poco el pelo y restregándose las mejillas, para dar color. Olía un poco a porro, sobretodo si te acercabas a su jersey, pero no se daría cuenta. Giró el pomo y abrió la puerta. (...)


(31 de Agosto)

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