Jaque mate

Lo más triste de las despedidas es que da igual cuánto queramos retrasarlas, es el final no escrito de la vida. Y más vale aceptarlo, más vale hacerse a la idea desde el principio de la novela. Lo más triste de las despedidas es cuando decides llevar tú la iniciativa, cuando te das cuenta de que la nostalgia sólo pesa mientras la cargues sobre tu espalda.
Porque lo efímero es vivir de ilusiones, la ilusión de que esa cosa se va a volver a producir. Que no hay nada que te deje con ganas para siempre, y que solo te quede el recuerdo.

Fin. Mayo de 2012.

Calibri 1-2

/ 26 de marzo de 2012 /

Amaneció como amanecen todos los días las metrópolis. A oscuras, con el típico clima húmedo y nuboso del que tanto se oye hablar del Noroeste.
Era la cuarta ventana empezando desde abajo y la séptima por la derecha. Un apartamento de escasos metros cuadrados con unas interesantes vistas a un muro de ladrillos color caldera, parte de atrás de una manzana de edificios que se aglomeraban a ambos lados de la avenida. Como los de las películas.
Céntrico, sobrio y escueto, de paredes empapeladas y muebles con aroma a polvo; poco costoso en lo que se refería al pago del alquiler y de vecinos discretos, a la par que escasos. Puerta acorazada, tres pestillos. El primero de ellos reventó la semana pasada cuando Ruddy subió con su propuesta formal de salir de copas junto a su inseparable cartón de vino. Televisor de quince pulgadas, mando a distancia, teléfono inalámbrico carente de batería... No, si no recuerdo mal era de pilas. En cualquier caso, bajo el sillón. Vajilla amontonada sobre el fregadero, calcetines a medio camino entre dormitorio y sala de estar y una especie de mesita portátil con una lata de cerveza sin terminar, aún no sabía muy bien por qué. A eso se reducía todo, y no necesitaba tampoco mucho más. Era una persona práctica dependiente sólo de su guitarra, una Gibson Les Paul roja que le regalaron al cumplir los diecinueve. Debía ser el único ente material al que tenía cariño. 
Tocaba todos los días sin hora ni sitio fijo. A veces en la cocina, a veces en la terraza. Una vez, incluso, se atrevió a llevarla consigo al Metro y allí mismo se plantó, como si de un músico callejero se tratara, a expensas de unas monedas o la simple satisfacción personal de haber cumplido una promesa. Una persona de costumbres, aún así. De rutinas y mañanas repetitivas y carentes de originalidad, perspectivas de cambio o tan sólo sorpresas. No eran escasas las madrugadas que divagaba con un "Buenos días" de algún antiguo compañero de la escuela, o un error en las vueltas al hacer la compra.. Despertador, cinco minutos más, despertador, desayunar, vestirse, lavarse la cara, lavarse los dientes, peinarse, coger el dinero, coger el bus, el trabajo, hacer fotocopias, tomarse el café, terminar las fotocopias, ponerse con el proyecto, timbre, autobús, llaves, casa, dinero, compra, casa, guitarra, cena, más guitarra, y a eso de las dos de la madrugada, de nuevo a la cama. Uno tras otro. Sucesivos, consecutivos, inamovibles. Así pasaban los días. Así pasaban las semanas. Y así iba dejándose, poco a poco, la moral.
Cogió el autobús de las nueve y veintitrés minutos. Sabía que no llegaría tarde, no, hoy tampoco. Los perfectos cálculos y horarios le habían permitido marcar la posibilidad de escoger entre varias líneas de autobús y metro con el suficiente margen de error entre parada y parada, por si se daba la misteriosa casualidad de que no llegara a tiempo. Planes de reserva que nunca se materializaban. 
Como de costumbre, estaba lleno. Costumbre también de que se tratara del mismo conductor. 
- Buenos días.
- Buenas.
Metió la mano en el bolsillo, removiendo las monedas que contenía en su interior. Contó el dinero justo y se lo dió al hombre.
- Aquí tiene su billete - dijo con voz sempiterna, y acto directo arrancó, cerrando las puertas con un golpe seco y mecánico.
Avanzó a zancadas hasta un asiento libre y apartado bajo la ventana, justo en un lateral, su preferido. Apartó la bandolera desdeñoso, dejándola a sus pies, y con un gesto de sumo cansancio, se sentó.
La calle estaba envuelta en un encanto tétrico y lúgubre, como el de las mañanas de Febrero en Seattle. A través del cristal se podía apreciar con detalle la humedad del ambiente, colándose entre los pliegues de la ropa y por cualquier mínimo espacio o microfibra. Tenía las manos congeladas, la nariz congelada, los pies congelados. Helado. En el telediario de anoche habían comunicado la llegada de las primeras ventiscas y tormentas a partir del lunes siguiente, y de que la población se mantuviera en estado de alerta por posible corte de las vías de comunicación con el pueblo. Aquel fin de semana justamente había ido a visitar a Helena a Port Angeles, y ya de paso a coger unas pocas provisiones por si era al final cierto aquello de que empeoraría el temporal en los últimos días. El ultramarinos de Carlsborg se había vaciado en cuestión de un par de jornadas, y tan sólo quedaban unas pocas latas de conserva, cecina y brandy que resultaban más bien poco útiles y apetecibles, por añadidura personal. No sería de sus prioridades con las rodillas cubiertas de nieve.


>> Pequeño proyecto en funcionamiento.
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