Jaque mate

Lo más triste de las despedidas es que da igual cuánto queramos retrasarlas, es el final no escrito de la vida. Y más vale aceptarlo, más vale hacerse a la idea desde el principio de la novela. Lo más triste de las despedidas es cuando decides llevar tú la iniciativa, cuando te das cuenta de que la nostalgia sólo pesa mientras la cargues sobre tu espalda.
Porque lo efímero es vivir de ilusiones, la ilusión de que esa cosa se va a volver a producir. Que no hay nada que te deje con ganas para siempre, y que solo te quede el recuerdo.

Fin. Mayo de 2012.

Tsasparget

/ 21 de octubre de 2011 /
Se levantó con la misma parsimonia que de costumbre y se tomó su café con leche a las ocho y treinta y cuatro. Un día cualquiera.
La cocina estaba limpia, y vacía. Vacía porque todos se habían marchado hacía unas horas escasas a Portmouth a pasar la mañana. Las persianas estaban desplegadas, tan sólo a media altura, y un haz de luz amarillenta se colaba a través de ellas. Las motas de polvo pululaban en el ambiente, entremezcladas con el aroma de unos bollos de chocolate, esponjosos, dulces, y la piel de una naranja recién acabada de pelar. Encima de la mesa, una cucharilla, un par de tazas sucias y un tarro de café. 
Cruzó el umbral de la puerta lentamente, arrastrando sus pies, con un par de calcetines hasta las rodillas blancos, muy calentitos. El pelo, semi recogido en una trenza ahora casi deshecha, y un camisón corto y de felpa, lo suficientemente agradable como para prescindir de una bata de abrigo.
Se acercó a la despensa frotándose los ojos. Abrió las puertecillas y observó durante unos instantes, mientras se esforzaba por elegir qué desayunar sin dormirse en el intento. Galletas. Las galletas están bien. Galletas de chocolate. Estiró el brazo y agarró el susodicho paquete, desgarrándolo y sacudiéndolo como si se tratara de un muñeco viejo. Cayeron dos parejas de barquillos. "Suficientes", y las mojaba en su café. ¿Adónde habían dicho que se iban? Sus pies se balanceaban hacia adelante y hacia atrás, como los de una chiquilla pequeña.  Ah sí, a Portmouth. El reloj de pared marcaba su tic tac imperturbable, acercándose cada vez más al meridiano cero.
Entonces, se levantó con cautela, agarrando la cucharilla que había a su derecha. Sacó un paquetito con polvitos de un cajón y un mechero.
"Perfecto. Vayamos a por la heroína."

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