Era tan fácil, salir a la calle e improvisar un nuevo rumbo. Agarrarlas a las dos de la mano y susurrarles al oído una locura. Correr. Correr como si nada del mundo pudiera detenerte. Avanzar a pasos agigantados, ahogarte en medio de las risas, los gritos, la euforia. Elegimos un chorro de felicidad y el frío de final de Enero cortándonos los labios a los demás. Correr, corre, sigue corriendo, y luego girar la esquina y detenernos, exhaustas, pero libres. Nos reíamos, con cansancio. Somos estúpidas, les decía, sin soltarlas todavía. Lo sabía. Las miraba con otros ojos, había olvidado quiénes eran, qué significaban, durante aquellas últimas semanas. Pero ahora, que es entonces, podía sentirlo.
Y lloré. Lloré. Lloré por equivocarme tantas veces, por el miedo, por las putas inseguridades que me comen por dentro. Por haber elegido aquel camino. Porque, a pesar de toda esa alegría, a pesar de toda esa eufória, a pesar de ellas dos, las únicas, las que me entendían de verdad... yo lo sabía. Ya no sería el mismo frío el que me cortaría los labios. Enero había acabado.
En la posada del fracaso, donde no hay consuelo ni ascensor, el desamparo y la humedad comparten colchón y cuando, por la calle, pasa la vida, como un huracán, el hombre del traje gris saca un sucio calendario del bolsillo y grita ¿ Quién me ha robado el mes de abril?
Ya no sé qué contarte que no te haya contado ya, tampoco. Seguiré yendo adonde me quieras llevar, llévame contigo. Ésas dos miradas que quedan, o quedaban. Sí, quedaban. Pero, eh, podemos seguir bailando por ese mundo oscuro y desconocido del compás, no me importa, y despertar. No tiene porqué quedar nada de lo que había. Lo prefiero. Tan solo adonde me quieras llevar, y ya está.
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