«No necesito nada, nada, excepto esta felicidad –pensaba Vronsky, mirando el tirador de hueso de la campanilla, que pendía entre ambas portezuelas a imaginando a Ana tal como la viera por última vez–. Y cuanto más pasa el tiempo, más la amo. Aquí está el jardín de la casa veraniega oficial en que vive Vrede. ¿Dónde estará Ana? ¿Qué habrá sucedido? ¿Por qué me habrá citado aquí escribiendo en la carta de Betsy?», se dijo Vronsky al llegar. Pero ya no quedaba tiempo para pensar en ello. Mandó parar antes de llegar a la avenida que conducía a la casa, abrió la portezuela y saltó a tierra.
En la avenida no había nadie, pero al volver el rostro a la derecha la descubrió. Tenía el semblante cubierto con un velo, pero por su manera de andar, inconfundible, por la inclinación de su espalda, por el modo de levantar la cabeza, la reconoció, y le pareció en el acto que una sacudida eléctrica estremecía todo su cuerpo. Se sintió de nuevo ser él mismo con una fuerza renovada, desde los movimientos elásticos de las piernas hasta el de sus pulmones al respirar, y una sensación especial de cosquilleo en los labios. Acercóse a Ana y le estrechó fuertemente la mano.
–¿No te ha molestado que te llame? Necesitaba verte –dijo ella.
Y el modo grave y severo con que plegó los labios, y que Vronsky percibió bajo el velo, hizo cambiar en el acto su estado de ánimo.
–¿Molestarme dices? Pero ¿por qué has venido aquí?
–Eso nada importa –dijo Ana, poniendo su brazo sobre el de él–. Vamos. Necesito hablarte.
Vronsky comprendió que pasaba algo y que la entrevista no sería alegre. En presencia de ella carecía de voluntad propia; desconocía la causa de la inquietud de Ana, pero notaba ya que, a su pesar, se le comunicaba.
–¿Qué pasa, pues? –preguntaba, apretando el brazo de ella con el codo y procurando leerle en el rostro los pensamientos.
Ana dio algunos pasos en silencio, cobrando ánimo, y de pronto se detuvo.
–Ayer no te dije –empezó, respirando precipitada y dificultosamente– que, al volver a casa con mi marido, se lo conté todo. Le dije que no podía ser su mujer y que... Se lo dije todo...
Vronsky la escuchaba, inclinando el cuerpo hacia ella sin darse cuenta, como deseando así suavizarle las dificultades de su situación.
–Vale más, mil veces más –dijo–, pero comprendo lo penoso que te habrá sido.
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