Lo odio.
Odio nuestras coincidencias, odio cuando me habla, cuando hablamos de cosas de hace tiempo y cuando lo veo los viernes. Lo odio más cuando toca la guitarra y cuando sabe qué canciones exactamente me gustan más. Lo odio cuando va con esos pantalones. Lo odio cuando se va. Lo odio cuando vuelve. Lo odio cuando me hace reír y cuando me hace esperar y cuando hay burlas y cuando hay peleas y cuando pide perdón. Lo odio cuando me acuerdo. Lo odio cuando me lo recuerda. Lo odio cuando le cuento mis cosas y lo odio ya de paso cuando no me pregunta por ellas. Lo odio cuando se enfada, cuando está feliz y cuando le importa una mierda todo. Pero lo odio más cuando es capaz de echar de menos y lo odio, porque lo odio, porque sabe que lo aprecio. Y digo lo aprecio, porque es eso. Aprecio.
Y odio de nuevo que se meta en mi mente y sepa qué puedo estar pensando. Odio su curiosidad. Odio que sea tan suyo. Odio que sepa lo que no sé. Odio que vea mi película. Odio que haga que se me corra el rímel. Y odio que hable de underground e indie, porque eso es mío. ¿Lo escuchas? Te estoy echando. Fuera. Fuera. Fuera. Quiero que te vayas de aquí y no intentes abrir ninguna puerta, porque están todas selladas. Y todo intento tuyo es, en definitiva, tu consecuente lapidación.
Déjame con todas las letras, en capital, en mayúscula. La tipografía que te de la gana, pero déjame conmigo misma, siendo yo sin ser tú, que ya fue suficiente al principio, ya fue duro. Pero no hagas que caiga de nuevo. A ti no te lo permito, ni perdono.
Quiero acabar con ésto de una maldita vez, de una vez por todas. Dadme un disparo en la cabeza, ya.
Te odio, te odio, te odio, te odio, TE ODIO.
Te odio.
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