A la falta de preferencia o interés, lo que está localizado en la punta del látigo del desprecio, se le llama indiferencia. Es lo que se experimenta en el grado cero de la emoción, es decir, cuando los sentimientos están más fríos que calientes.
Los cínicos, que mienten con desfachatez, los arrogantes y los soberbios que estiman su sí mismo en demasía, son indiferentes porque están fuera del escenario, porque parece no importarles nada. No estar implicado afectivamente con algo es un arma poderosa para manipular a los otros, al medio y al interior propio. La indiferencia es un lujo afectivo porque el indiferente no sufre con el sufrimiento de los demás. Y así como no sufre tampoco ríe, se sorprende, grita, llora o patalea. El indiferente nunca falta en todas partes porque la indiferencia flota en el ambiente. Es como el aire que uno respira. Mientras todos se preocupan demasiado por sí mismos, nadie se preocupa por los otros. Como permite el empobrecimiento del espíritu, termina por enfriar todo aquello que encuentra a su paso. Es la guerra fría a la que todos juegan quizá sin darse cuenta. Cuando se quiere ser frío, se opta por ser indiferente.
En la indiferencia el otro desaparece, con todo y sus emociones. No vale nada. Pero como el otro desaparece, el indiferente también se desintegra porque así se niega a sí mismo. Y entonces no le queda nada más que un mundo idealizado o mistificado que lo aleja de la realidad en la que vive.
Mientras el compromiso exige responsabilidad, la indiferencia sólo requiere cinismo, soberbia y arrogancia para olvidarse que el mundo está roto. O a punto de romperse.
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