
Me gusta el sol, sobretodo el de las cuatro de la tarde, que es como más suave y cálido, anaranjado, somnoliento, fresco. Me gusta ver las motitas de polvo en el aire cuando entra la luz a través del cristal, con la persiana a media altura y la cabeza apoyada sobre los brazos, sobre el pupitre. Y mientras, el ruido de los coches por una calle estrecha, el de los niños entrando al colegio, el ''adiós mamá'' y las risas, el rasgar de la tiza sobre la pizarra de fondo y un par de explicaciones de banda sonora. La sensación de que te pesan los párpados, de evasión. Hace siete minutos y quince, dieciséis, diecisiete segundos que has dejado de atender y sólo piensas en qué harás nada más llegar a casa. Tengo que busar quién es James Dean, piensas, mientras recitas ''Diamante Loco'' de forma automática. Se te cierran los ojos. Los músculos se relajan. Cae un mechón de pelo sobre la frente, la respiración se vuelve más pausada, lenta, suave. Mierda, tengo que hacer el trabajo para mañana. Pero bueno, eso ya lo haré más tarde, hay tiempo. Tiempo, tiempo, tiempo, tiempo. Tengo que estudiar, ¿en dos horas habré acabado? Volveré a casa temprano y me pondré en cuanto llegue. Siempre dices lo mismo. Siempre me acaba sobrando tiempo. ¿Y si alguna vez te falta? Me levantaré por la mañana tempranito, como hoy. No te querrás levantar. Me levantaré. No, ya verás como no. ¿Quieres discutir? ¿Quieres tú suspender? En fin, es igual, tengo tiempo, de sobra, y además, ahora no me importa. Obsesionémonos un rato, pues. Tú lo has dicho.
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